26 de abril de 2017

ESTATUAS DE SAL

Regresamos, como seres elásticos que vuelven a todo aquello que creían olvidado, a todo aquello que nos ata y no nos permite que nos alejemos demasiado. Regresar es el único destino. Trastornados. Obsesivos. Compulsivos. Hijos pródigos que vuelven a casa, otra vez, con el rabo entre las piernas. Reencontrados con el eje imaginario contra el que damos vueltas y al final nos estrellamos. Estatuas de sal que se paran en medio de la calle y vuelven sobre sus pasos, a casa, otra vez, me da tiempo: a ver si he cerrado con llave, a ver si he apagado la radio, el secador o la estufa. Y es insano, se sabe. Sentir esa punzada, esa derrota al descubrir que la llave está echada, que está apagado el fogón.

Lo sabía. Siempre igual. Esas cosas se hacen por instinto, dicen todos. Pero esa no consciencia de mis actos me pone nervioso; no sé si cerré, no sé si tomé la pastilla. Me atraviesa. Me agota. Esta decepción con uno mismo. Este trastorno obsesivo. Esta compulsión que me hace regresar a casa dos tres veces, cada vez que salgo. Y entonces uno entiende que todo esto no es más que dirigir nuestros pasos hacia el útero que nos parió. Siempre de regreso, siempre de vuelta a lo que perdimos. Todo nos lleva al origen, a ese punto de partida al que dirigimos nuestros pasos. Odiseo volviendo a Ítaca en medio del sinsentido. Y cada tirón de la cuerda no es más que la vibración de esa brevísima herida, ese anclaje hacia el que huimos, ese engranaje sin mácula que rebuscamos en los despojos de la memoria: no sé si cerré la puerta, no sé si apagué la luz.

A la deriva en la calle, rechazado por el soplo de los dioses. A cada paso más lejos de la puerta de casa. Y sentimos ese aliento en el cogote. Que me aten al mástil o al reloj. Escuchemos las sirenas. Y roza el patetismo esta forma concienzuda de estrellarme contra la puerta cerrada, contra el fogón apagado, justo cuando debía estar camino del psiquiatra. Llegaré dos minutos tarde, casi tres. Las manos lavadas. La ropa interior del revés. Y en el grifo cerrado hay un poquito de muerte y de final de los días, algo abominable que gotea cíclicamente como un minutero que sacude cada poro de eso que seremos mañana. Como un azote que restalla y nos desgarra desde adentro. Respiro hasta las entrañas de la memoria; me adentro en las grietas que el tiempo ha abierto en los ojos del mundo. Y vuelvo a lavarme las manos. Reconfortado por la certeza de que todo está orden, la figurita en su sitio, el mantelito centrado, las persianas cerradas pero no del todo.

Otear esa presencia más allá de lo visible, asomarse a esos recuerdos vueltos jirones de desmemoria. El guisante en el colchón; reminiscencias de olvidos que regresan con las llaves en las manos y la cabeza gacha porque uno no sabe si ha cerrado la puerta. Estatuas de sal que vuelven la vista porque uno no sabe si apagó el grifo. Lavarse las manos de nuevo, las llaves, el móvil, la cartera en el bolsillo trasero del pantalón. Me peino. Otra vez. Cierro la puerta, de nuevo. Con llave: dos vueltas. Regresar es el destino contra el que andamos de puntillas, volviendo sobre nuestros pasos, volviendo la vista, de vez en cuando, para ver si está, si sigue allí, todo aquello que nos consuela y nos llora con lágrimas de esparto hasta que un día tropecemos con la muerte mientras contamos baldosas o monedas y descubramos que hemos vuelto, por fin, aunque ya no esperemos nada. Con las llaves en la mano. De vuelta a la nada que nos espera con su media sonrisa y su cara de juicio de faltas. El grifo cerrado, la luz apagada. Las llaves en el bolsillo del anorak. 

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