Pero yo no me encuentro nada. Son las cosas, que me
encuentran. Tropiezan conmigo en la acera, entorpeciendo la puerta del súper,
arrinconada en el vagón del metro, en la barra, junto a la puerta que se abre en
cada parada. Ya soy vieja y me cuesta arrastrar muebles y cristales. A veces
deseo no encontrar nada. Camino mirando al suelo. Las cosas me encuentran. Y ya
soy suya. Las cosas me poseen. Cuidado con los frenazos, cuidado con el
carrito, cuidado con empujar a la chica de negro, los seguratas del fondo que
me observan. Los zapatos dicen todo de la gente. Chanclitas, botas, juanetes.
Zapatillas deportivas. Y todo acaba cuando una le pilla el gusto a esto de
inventar las caras de la gente por su calzado, cuando se abre la puerta, aquí
me bajo, qué escalera debo tomar, la trayectoria más recta, la distancia entre
dos puntos… Siempre la más corta, pero nunca la más bella. Así que suelo darme
al deleite urbano de perderme en barrios que desconozco.
A alguien se le olvidó pensar en el gusto de perderse por
simple inutilidad geográfica, por el sencillo placer de ir encontrando lápices,
botones, pequeñas piezas de puzle que guardo en botes que suelo perder por la
casa. Las calles contra uno, paralelas, perpendiculares, el planeamiento
urbano, el casco antiguo y su entramado lineal. Y vengo a salir justo donde no pensaba,
justo andando en dirección contraria de como creía caminar. Y ya estoy perdida
para el mundo, a merced del hormigón y de los pasos de cebra que son como
líneas de salida hacia diosabedónde, a merced de lámparas casi nuevas junto a
contenedores que hacen que me detenga, de carritos de bebé a medio usar; tengo
cuatro, por si a alguien le hace falta. Perdida para mí, que no sé dónde estoy,
si es que se está en algún sitio en algún momento.
Un imperdible en el suelo. Me paro, lo miro. Decido en
fracciones que me agacho, que lo cojo, que la señora de atrás… Lo siento. Me
encontré un imperdible. Y sonrío, contenta con mi imperdible en la solapa, con
mi imperdible perdido, perdido y encontrado por mí, con una paradoja en sí
misma enganchada en la chaqueta. Exhibiendo un hallazgo que nadie entiende.
Como si a Howard Carter lo hubieran tachado de loco y a nadie pudiera contar
las cosas maravillosas encontradas por él en la tumba de Tutankamon. Me gusta,
en el fondo, sentir esta suerte de felicidad que un terapeuta tacharía de
locura, por dios, no es sensato que ande usted recogiendo cosas, acumulando,
diría. El apego, el desprendimiento, conceptos que suenan bien en su boca,
ideas vagas, palabras vacías para quien encuentra un imperdible y celebra esa paradoja
convertida en hallazgo, ese hormigueo…
A veces llaman y son los de asuntos sociales. Hacen
preguntas, me dejan panfletos que guardo en carpetas, en la repisa del baño,
sobre los botes de conserva. Hacen fotos. Mi bote de los imperdibles. Háganle
una foto a esto, esto merece la pena. Es bello, miren. Se ríen. Luego se van y
nunca se supo. Nunca vuelven con las fotos. Pero hoy es esta lámpara, a no ser
que encuentre algo mejor y tenga que dejar la lámpara para coger otra cosa.
Trenes que pasan, después llega el camión y se lo lleva. Lo rompen o lo queman,
dios sabe. Da pena. Convertirlo todo en basura. Quién decide lo que vale y lo
que no. Quién administra la utilidad de las cosas, el fin de su servidumbre, la
muerte de una silla o un aparador. O esta lámpara con flecos. Es bonita. Parece
nueva. Con una piña en la base. Bombillas tengo. En una caja. Con los cables. La belleza de lo innecesario, la maravilla del desperdicio.
Hay gente que es capaz de ver más allá del lustre y la materia. Existe un
verdadero tesoro escondido en lo más profundo de las cosas que nos encuentran
por la calle, junto a un contenedor. Existe un tesoro que brilla en esta
lámpara o que lo hará en cuanto llegue a casa y enrosque la bombilla y se
ilumine la habitación, se ilumine el sofá donde leo revistas de hace treinta
años, Gina Lollobrigida y Carl Gable…
La lámpara es grande. No cabe en el carrito. Así que habrá
que arrastrar el carrito y la lámpara cuesta arriba, hasta la parada del metro,
pedir ayuda para bajarla… Me cuesta una bronca con el vigilante del metro. Por
fin dentro. Por fin calculando el trayecto más directo hasta mi casa; el menos
bello, tal vez, pero el más rápido. Me meo. Ya estoy vieja para esto, me digo
siempre. Mocasines. Hay gente que los lleva, todavía. Hay gente que aprecia aún…
Qué te voy a contar. Llegar a casa, soltar la lámpara sobre un montón de ropa,
correr hasta el baño. Me meaba viva. Esta toalla está sucia. Y así, buscando
una limpia, empiezo a apilar ropa y cortinas sobre la lámpara. Después lo
recojo, después lo ordeno, después busco las bombillas, dónde estará la caja de
los cables… Después miro entre las cajas del pasillo, donde creo que está esa vajilla
tan bonita que encontré; habrá que usarla, con su ribete dorado en el borde,
tan nueva, tan sin usar, como estas cortinas, como este cuadro en blanco y
negro de dos niños que se besan en un parque… Hasta que aparece aquella cajita
llena de sellos, la cajita… Y así pasó la tarde, feliz, mirando sellos, qué
poca luz hay aquí, tendré que meter en bolsas esta ropa de bebé, los
calendarios pasados, con sus fotos tan bonitas… Cosas que aparecen sin buscarlas,
que tropiezan conmigo cuando camino mirando al suelo, cuando revuelvo las cajas
o el montón de las revistas. A fin de cuentas, yo no me encuentro nada. Son las
cosas las que me encuentran a mí.
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