Si no fuera por esa sensación de haberlo perdido todo por el
camino, las llaves del coche, las gafas de sol; esa sensación de haber
derrochado la vida, de haberse quedado al borde de las pequeñas cosas, en ese
precipicio que nos lanza hacia todo lo demás donde nos perdemos como en un mar
de metacrilato que creemos navegar.
Como este miedo inicial de meterse en la ducha, de verse
empapado o en otro estado más húmedo del ser, en ese frío ancestral que te sube
por la espalda con el agua fría. Como ese miedo a no-saber-qué-decir o decirlo
mal, escoger las palabras de soslayo, ese terror a no saber enlazar las letras,
desnudos ante la clase, desnudos ante la vida y el espejo que me escupe, dónde
están mis calzoncillos. Porque recuerdo haberlos traído, en la mano los traía,
los cogí del tendedero, huelen a calle y a polvo, a fritanga de pescado, a tubo
de escape. Por qué los huelo, tal vez para jugar a predecir su olor, lo
imagino, olor a polvo, olor a calle. Uno conoce perfectamente esa sensación de
desaliento que llega después cuando sabe a ciencia cierta que ha ganado en este
breve juego de intuiciones y si uno deja tendidos unos calzoncillos más de una
semana a la intemperie va a oler a lo de siempre, aunque desee que así no sea,
que no se cumpla, perder en este juego de leyes Murphy e intuiciones a ciencia
cierta.
Pero dónde están los gallumbos, joder. Jugar a perder. Jugar
a saberse perdido. Jugar a meterse en la ducha y salir siendo otro, más limpio
por fuera, me encanta el olor de este champú. Los pelos del peine, jugar a
perder pelo, jugar a engañarse. Estoy en la flor de la vida, en el mismo
cogollo del trayecto vital, allí donde la vida parece soldarse con el peso de
todo lo que fue, lo que ha de venir con su perversa arrogancia, con su vana
esperanza de cerrarle la puta boca a esa certeza que me habla por las noches y
me dice lo que hay que hacer. Lavarse los dientes, buscarse un trabajo, dejarse
los porros. Perder los gallumbos, la vergüenza, la perspectiva real y efectiva
de las cosas. Mandar a la mierda a Murphy y sus leyes, la gravedad de las cosas
al caer y estrellarse contra el suelo, la aceleración de las cosas que se hacen
mierda contra el mundo, la ley del embudo que nos vierte en el tarro de las
propias miserias o esa ley que hace llover cada vez que tiendo la ropa. La ley
que me obliga a perder los calzoncillos en el breve trayecto que dista del sofá
a la ducha, ocho pasos que me convierten en otro frente al espejo, que me
despojan de aquello que lleve en las manos, mi libro, mi porro, mi ropa
interior. Navegar a bandazos por la casa. A la deriva entre los reflejos de las
baldosas del baño, sentarse en el bidet, apurar una chusta: remonta tus pasos
hasta aquí, por dónde has pasado.
Dónde cojones están mis gallumbos, los únicos limpios, los
lavé anoche, a mano, en la pila. No tengo otros, joder. Mis gallumbos. Los dejé
en el picaporte donde ya no están y el espejo es ya testigo de mi baile del
desaliento, de mi ansia, de mi buscar con la mirada mis gallumbos, perdido en
mi baño, buscando una salida digna a tanto deambular frente al espejo, perplejo
y mareado, chorreando porque dios sabe dónde fue a caer la toalla, que de todos
modos huele mal y ya está sucia, a fin de cuentas, tendré que poner la
lavadora, el charco, las baldosas del baño, mi cabeza contra ellas porque
resbalo y me reviento la ceja. Triste final a tanto desconcierto, pienso
mientras me lavo la herida, la vida es dura, el suelo más; un mar de sangre
cayendo por el lavado, dando vueltas con el agua que corre en círculos hacia el
agujero donde todo se pierde, habrá que salir pitando a urgencias, a ver si me para
un taxi. Mis cojones me va a parar, parezco salido de un ajuste de cuentas,
apretándome la herida con la toalla que, mira por dónde, estaba detrás del
bidet y sólo la hubiera visto tendido en el suelo, adoptando esa nueva y
dolorosa perspectiva de las cosas. Habrá que salir pitando, abrir la puerta del
baño y descubrir, tras ella, mis gallumbos colgando del picaporte… Pero por
fuera. Recuerdo entonces que los dejé para ir a buscar mi porro perdido en el
trayecto que dista de mi sofá al tendedero, se me caen las camisas a la calle, la
ley de la gravedad, y tengo que bajar a buscarlas. Tendré que poner una
lavadora, fregar la sangre del baño, centrarme, cambiar de vida, pero ahora no,
joder, urgencias, las llaves del coche, dónde las puse, joder, los gallumbos,
llenos de sangre, y los lavé anoche, los únicos limpios, y saber que todo sería
más fácil si no fuera por esta sensación de haberlo perdido todo por el camino,
siempre al borde de las cosas, de los pequeños abismos…
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