El tiempo es aprender a perderlo
como quien lanza al río la enciclopedia universal, tan llena de palabras y de
ideas. El tiempo es lo que queda después de todo, después de quitarle el polvo
a los libros que nunca leímos pero guardamos por si acaso. El tiempo es lo contrario
que los relojes y, sin embargo, así andamos, dándole cuerda a las manillas,
perdiendo metros y días, ganando un poco de tiempo porque almuerzo en la
oficina. ¿Tiene hora? Pero el tiempo no se tiene y uno olvida la respuesta,
porque tener el tiempo es como ponerle una correa al aire, peinar la niebla o
sacrificar un cigarro para que llegue mi bus; como ponerle un marco bonito al
vacío o a una mancha en la pared, enmarcar la vida en diversos tonos, se duerme
de noche, se cuentan las horas de día. El tiempo es no encontrar fechas en los
periódicos atrasados, andar hacia atrás cuando hay prisa, sentarse en el suelo
en los pasos de cebra, dejar flores de papel en los asientos del metro para que
alguien las coja o las aplaste dios sabe cuándo y en qué parada. El tiempo es
su propia ausencia, su no existencia, su negación desde los orígenes hasta el
mismo momento en que esto reviente y entonces vaya usted a preguntarle a su
vecino la hora, porque ya no hay más hora ni relojes y uno intuye que hay algo
que pasará por encima de toda esta patraña de horarios y agendas, desordenando
este mundo donde el tiempo es tiempo sólo porque hay algo que lo mide, el ansia
por modelar lo inasible, atesorar lo intangible, razón sexagesimal de la vida y
sus resortes, de mi cara en el espejo, de las fotos que amarillean en la
enciclopedia universal.
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