Pide un deseo y sopla con fuerza. Así uno vuela con la
pestaña que avanza hacia eso que llamamos mañana, porque mañana será otro día, el
esbozo de un quizás, esa espinita clavada en la costilla del día que vuela. De
algún lado oscuro del deseo debe de venir esta desprestigiada costumbre de
recoger plumas en la acera o retazos de baraja. Y no es que se vaya a cumplir
el deseo, pero uno le guiña un ojo a la vida, quién sabe, cosas más raras se
han visto: sopla con fuerza; pide un deseo. Si lo dices no se cumple. Como
niños ante una tarta de chocolate, se cierran los ojos, se llenan de aire los
carrillos. Y el futuro se abre como un álbum de cromos al otro lado de los
párpados. La posibilidad de todo lo deseable. Desplegamos todas las vidas
posibles, elegimos la carta, soplamos con fuerza. Las velas se apagan. Y así el
deseo va manteniéndonos vivos más allá de hoy, más allá de las velas; soplamos
con fuerza contra los días, transitamos ese paréntesis que abrimos en la
sintaxis que nos ordena en este presente perpetuo. Y así habrá un mañana que
nos sienta desde adentro, el grito de las entrañas que nadie escucha, ese soplar
con fuerza contra el miedo a soplar con fuerza y desear con ganas. Buscar la
hendidura en el muro que tal vez no conduzca al dolor, a lamerse las heridas en
el baño o a bajar la basura los domingos después de lavar el coche. Apagar el
deseo es eclipsar el dolor con calmantes, contarnos un chiste cuyo final ya
sabemos y esperar que nos haga gracia. Eso somos, sombras que desean, fantasmas
que sienten y deambulan por sus sueños como esos funambulistas que se balancean en la cuerda, no mires el
suelo, cuida tu miedo, gritan todos desde abajo. Pero habrá que sentir el aire
fresco contra la cara para saber que uno estuvo arriba, oteando los tejados.
Caer no es más que el primer síntoma de que se estuvo a punto de tocar las
nubes con la yema del índice; de este vicio de sentir que a veces nos
desequilibra y allá vamos a caer con todo el deseo sobre nosotros mismos y
nuestras culpas, nuestras heridas abiertas de par en par, lo ves, te lo dije. Y
tal vez es verdad que el deseo suele aparecer demasiado a menudo en forma de
pluma arrugada, en cualquier bolsillo, mientras descubres que no tienes ni para
el metro pero conservas un cigarro arrugado a medio fumar. Toda mi fortuna en
un bolsillo donde guardo el azar y las colillas. Y, sin embargo, atentaría
contra toda esencia de humanidad encontrar un diente de león y pasar de largo,
no cerrar los ojos, soplar con fuerza, a pleno pulmón, sentirse borracho de deseo,
ver como se despliegan esos pequeños paraguas de algodón contra la vida, contra
los días que vienen y han de llegar sí o sí, con toda su lógica aplastante, con
sus facturas mensuales, con sus fiestas de guardar y sus cervezas calientes. Habrá
que agacharse en medio de la calle y darle la vuelta a una carta que media
ciudad ha pisado, porque puede que sea otro diez de tréboles y que acabes preguntándote qué mierdas haces con cuatro
cartas iguales si en tu vida has jugado al póker; tentar a la suerte en cada
gesto del día como un tarado que pisa sólo las baldosas negras. Apostar a la
vida, quemar las naves en cada estrella fugaz. Y habrá que pedir el deseo
mientras pasa la estrella porque, si no, gana la banca y somos irremediablemente
consumidos por el fuego del tiempo y de las costumbres, apilados en andenes en
horarios regulares, conformándonos con la mecánica diaria de nuestras piernas y
nuestros trayectos. Al menos vivir y equivocarse. Al menos el deseo que nos
rescata de Sísifo subiendo cada noche la misma piedra que echará a rodar ladera
abajo, cada mañana. Pide un deseo, sopla con fuerza…
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