"Serán ceniza, mas tendrá sentido"
F. de Quevedo
“No, no es el amor quien muere”
F. de Quevedo
“No, no es el amor quien muere”
L. Cernuda
… ni esta vieja costumbre de mirar mi buzón, que es el
suelo, con la misma mirada inquisitorial de cada día, tras retar al futuro con
la misma frase que esconde un ojalá, seguro que hoy tampoco, como siempre, como
todos los días, como todas las tardes, cuando uno sale de casa, a veces un
sobre blanco, parece, desde arriba, pero no, porque abajo son las mismas
facturas de siempre, el mismo panfleto de la pizzería de siempre, con los
mismos precios y distinto diseño. Uno se enfada con ellos, con esa masa informe
de hojas de colores que se mojan si llueve, que se mezclan, que esconden facturas
que acabo tirando, tiempo después. Mi pequeña venganza es no recogerlos
metódicamente, obviarlos como parte del suelo, letras mojadas, anuncios,
recibos del banco, los Testigos de Jehová. Pequeños gestos que nos convierten
en lo que somos, no hay más, por más que te diga el Corte Inglés; las mismas breves
pausas tras las mismas palabras, mirar al suelo en las mismas esquinas, eso que
no morirá con nosotros y va a sobrevivirnos necesariamente. Esas pequeñas
elecciones inaccesibles a nuestro entendimiento tan con sus causas, efectos y
perros de Paulov. Nada basta para entender la insondable razón de lo que nos
mueve, lo que le dio cuerda a los resortes de este continuo ir pasando de los
días, esta forma de llamarte a gritos cuando abro la puerta en silencio y advierto
que no hay más correo que el esperado. Y no es otro que el que no espero para
nada, porque uno ya va empezando a recibir toda la mierda navideña que por
estas fechas vomitan católicamente por el agujero de la puerta que se supone
que es mi buzón. Y entonces habrá que agacharse y revolver entre las
palabras amontonadas en el suelo, papeles de colores, oferta kebab dos por uno,
han abierto una peluquería, factura del móvil y ninguna palabra que valga la
pena leer. Letras indignas, a mi entender, como esos grandes nombres en las
enciclopedias, palabras clavadas al diccionario como mariposas en los paneles
del aula de biología. Ya teníamos constancia de ello. Las grandes palabras, las
grandes ideas que no dicen nada. Y es inútil que la Historia las repita, porque
lo único capaz de cambiar el mundo es el aleteo de una mariposa dios sabe
dónde o simplemente esperar que haya una mariposa aleteando al otro lado de
todo, que en el fondo de esa maraña de palabras mojadas tras la puerta brillen
unas letras que habrá que recoger con sumo cuidado.
Y esa esperanza tenaz es lo que no va a morir, ese buscarse, ese modo de arañar el muro que nos separa de la verdad que intuimos en las palabras que quedarán fuera de la Historia, eso que nos precede y no morirá con nosotros. A poco más puede uno aspirar, realmente, que a ser maestro de ese bello arte que es dejar papelitos entre las páginas de tus libros para que tú los encuentres, tiempo después, y te sonrían. Palabras que cambian el mundo, que operan en el alma de las cosas, desde adentro y, si no, alguien debería explicarme cómo puede morir el lenguaje de las abejas zumbando en un batir prediluviano, un acto de amor en sí mismo, ese algo que nos trasciende y que nos supera, esa pulsión de buscar las palabras de las que formamos parte, eso que inocentes llamamos amor y que nos siente a nosotros, que nos contiene y nos guarda mientras vamos perdiendo pelo y muriendo en la memoria de las palabras. Mi Alzheimer no será más que otra forma de darle nombre a eso que nos hace eternos. Y reloj querrá decir amor, y si digo qué hora es por cuarta vez, querré decir amor y no otra cosa. No, no es el amor quien muere…
Y esa esperanza tenaz es lo que no va a morir, ese buscarse, ese modo de arañar el muro que nos separa de la verdad que intuimos en las palabras que quedarán fuera de la Historia, eso que nos precede y no morirá con nosotros. A poco más puede uno aspirar, realmente, que a ser maestro de ese bello arte que es dejar papelitos entre las páginas de tus libros para que tú los encuentres, tiempo después, y te sonrían. Palabras que cambian el mundo, que operan en el alma de las cosas, desde adentro y, si no, alguien debería explicarme cómo puede morir el lenguaje de las abejas zumbando en un batir prediluviano, un acto de amor en sí mismo, ese algo que nos trasciende y que nos supera, esa pulsión de buscar las palabras de las que formamos parte, eso que inocentes llamamos amor y que nos siente a nosotros, que nos contiene y nos guarda mientras vamos perdiendo pelo y muriendo en la memoria de las palabras. Mi Alzheimer no será más que otra forma de darle nombre a eso que nos hace eternos. Y reloj querrá decir amor, y si digo qué hora es por cuarta vez, querré decir amor y no otra cosa. No, no es el amor quien muere…
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